6/7/14

Cuando los científicos conocen el Pecado. Carl Sagan.

Cuando los científicos conocen el Pecado. Carl Sagan.

En un post anterior comente sobre la relación que existe entre Ciencia, Política y Religión. Esta es una relación turbulenta, en ultima instancia la ciencia siempre termina estando al servicio de la política y la religión. ¿Porque ocurre esto?. Porque la ciencia es una herramienta de investigación, sirve por ende para buscar respuestas "científicas" a problemas de la vida diaria, pero no sirve por ejemplo para gobernar (al menos esta es la idea dominante hoy en el mundo). La política y la religión en cambio SON sistemas de dominación, fueron creados para gobernar y en ultima instancia son hermanas mellizas. No cometan el error de pensar en la religión coma "Cristianismo", la religión es toda creencia sin pruebas en algo, incluso en la ciencia. La FE que es la base de la religión y la política, pero tambien es la base de la ciencia. Sabemos por miles de años de experiencia que el universo tiene un Orden, un Cosmos que lo dirige todo. Las cuestiones científicas pueden ser repetidas infinitas veces sin que cambien los resultados. Pero no así las cuestiones políticas o religiosas.


Esa arma de doble filo llamada ciencia.

link: http://www.youtube.com/watch?v=nUkJ64ghL4U&list=PLF35018356BA17026


Bueno sin desviarme mas del tema, hoy les traigo otro texto del astrónomo Carl Sagan, en el mismo se analiza la responsabilidad de los científicos con respecto a la política y la religión.

Quizas no se conozca mucho por estos lares que Sagan era heredero de una escuela humanista iniciada por un profesor suyo llamado Jacob Bronowsky. Bronowsky, al igual que Sagan fue un pionero de la realización de documentales, pero mucho antes de eso, fue uno de los principales fisicos involucrados en el proyecto Manhatan (la bomba atomica) pero su "Karma" no termina ahi, ya que debido a su origen judio, su familia murio en el holocausto. O dicho de otra manera, Él creo mediante la ciencia el arma que causo un genocidio en Asia y su familia fue muerta por armas creadas por la ciencia y usadas contra el pueblo Judio en el genocidio Europeo. La ciencia en este caso, fue participe de una doble tragedia. ¿Alguien tiene ganas de decir que los científicos son inmunes o pueden desconocer las decisiones de la política o la religión?.


Ultimo Fragmento del documental de Bronowsky en el cual se habla sobre la responsabilidad de la ciencia; todos los demás documentales de este científico pueden ser descargados de esta pagina en ingles con subtitulos.

http://www.esepuntoazulpalido.com/2013/03/el-ascenso-del-hombre-la-obra-maestra.html

link: http://www.youtube.com/watch?v=ABomby1mTek


Claro que después de esta doble tragedia, Bronobsky abandonaría la física, se dedicaría a las humanidades e iniciaría una escuela humanista cuya principal meta seria la erradicación de las armas que el mismo había ayudado a crear. En otro post desarrollare la doblemente trágica historia de este científico. Sagan y su esposa serian herederos de esta escuela y esta es la visión de sus alumnos hacia su maestro:



En una reunión con el presidente Harry S. Truman en la posguerra, J.
Robert Oppenheimer —director científico del «Proyecto Manhattan» de
armas nucleares— comentó lúgubremente que los científicos tenían las
manos manchadas de sangre, que habían conocido el pecado. Más tarde,
Truman comunicó a sus ayudantes que no quería ver nunca más a
Oppenheimer. A veces se castiga a los científicos por hacer el mal y a veces
por advertir de los malos usos a que se puede aplicar la ciencia. Es más
frecuente la crítica de que tanto la ciencia como sus productos son
moralmente neutrales, éticamente ambiguos, aplicables por igual al servicio
del mal y del bien. Es una vieja acusación. Probablemente se remonta a la
época de la talla de herramientas de piedra y al dominio del fuego. Puesto que
la tecnología se ha encontrado en nuestra línea ancestral desde antes del
primer humano, puesto que somos una especie tecnológica, no es tanto un
problema de ciencia como de naturaleza humana. No quiero decir con esto
que la ciencia no tenga responsabilidad por el mal uso de sus
descubrimientos. Tiene una responsabilidad profunda y, cuanto más
poderosos son sus productos, mayor es su responsabilidad.
Como las armas de ataque y derivados del mercado, las tecnologías
que nos permiten alterar el entorno global que nos sostiene deberían
someterse a la precaución y la prudencia. Sí, somos los mismos viejos
humanos que lo han hecho hasta ahora. Sí, estamos desarrollando nuevas
tecnologías como siempre. Pero cuando las debilidades que siempre hemos
tenido se unen con una capacidad de hacer daño a una escala planetaria sin
precedentes, se nos exige algo más: una ética emergente que también debe ser
establecida a una escala planetaria sin precedentes.
A veces los científicos lo intentan de los dos modos: aceptar el mérito
por aquellas aplicaciones de la ciencia que enriquecen nuestras vidas, pero
distanciarse de los instrumentos de muerte, tanto intencionados como inadvertidos, que también se derivan de la investigación científica. El filósofo
australiano John Passmore escribe en el libro La ciencia y sus críticos:
La Inquisición española intentó evitar la responsabilidad directa en la quema
de herejes entregándolos al brazo secular; quemarlos ella misma, explicaba
piadosamente, sería totalmente impropio de sus principios cristianos. Pocos de
nosotros dejaríamos que la Inquisición se limpiase tan fácilmente las manos
de sangre; ellos sabían muy bien lo que ocurriría. Del mismo modo, cuando la
aplicación tecnológica de los descubrimientos científicos es clara y obvia —
como cuando un científico trabaja con gases nerviosos— no puede declarar
que estas aplicaciones no «tienen nada que ver con él», basándose en que son
fuerzas militares, no científicas, las que usan los gases para mutilar o matar.
Eso es aún más obvio cuando el científico ofrece ayuda deliberada a un
gobierno a cambio de financiación. Si un científico, o un filósofo, acepta
fondos de un cuerpo como una oficina de investigación naval, les está
engañando si sabe que su trabajo será inútil para ellos y debe aceptar parte de
responsabilidad por el resultado si sabe que les será útil. Está sometido, como
corresponde, a alabanzas o culpas en relación con cualquier innovación que
salga de su trabajo.

Proporciona un caso histórico importante: la carrera del físico nacido
en Hungría Edward Teller. Teller quedó marcado de joven por la revolución
comunista de Béla Kun en Hungría, en la que se expropiaron las propiedades
de familias de clase media como la suya, y por la pérdida de una pierna, que
le producía un dolor permanente, en un accidente de circulación. Sus
primeras contribuciones iban de las reglas de selección de la mecánica
cuántica y la física de estado sólido a la cosmología. Fue él quien acompañó
al físico Leo Szilard a ver a Albert Einstein cuando se encontraba de
vacaciones en Long Island en julio de 1939... una reunión que llevó a la carta
histórica de Einstein al presidente Franklin Roosevelt en la que le apremiaba,
a la vista de los acontecimientos científicos y políticos de la Alemania nazi, a
desarrollar una bomba de fisión o «atómica». Reclutado para trabajar en el
«Proyecto Manhattan», Teller llegó a Los Álamos y poco después se negó a
colaborar... no porque le desesperara lo que podría llegar a hacer una bomba
atómica, sino por lo contrario: porque quería trabajar en una arma mucho más
destructiva, la bomba de fusión, termonuclear o de hidrógeno. (Si bien la
bomba atómica tiene un límite superior práctico en su rendimiento o energía
destructiva, la bomba de hidrógeno no lo tiene. Pero ésta necesita una bomba
atómica como detonante.)

Una vez inventada la bomba de fisión, después de la rendición de
Alemania y Japón, terminada la guerra, Teller siguió defendiendo con ahínco
lo que se llamó «la súper», con la intención específica de intimidar a la Unión
Soviética. La preocupación por la reconstrucción de la Unión Soviética, endurecida y militarizada bajo Stalin, y la paranoia nacional en Norteamérica
llamada maccarthismo le allanaron el camino. Sin embargo encontró un
importante obstáculo en la persona de Oppenheimer, que se había convertido
en presidente del Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica
de la posguerra. Teller expresó un testimonio crítico en una audiencia del
gobierno cuestionando la lealtad de Oppenheimer a Estados Unidos. Se suele
creer que la participación de Teller jugó un importante papel en sus
repercusiones: aunque el comité de revisión no impugnó exactamente la
lealtad de Oppenheimer, por algún motivo se le negó la acreditación de
seguridad y fue apartado de la Comisión de Energía Atómica. Teller pudo
emprender el camino hacia la «súper» libre de obstáculos.

La técnica de fabricación de un arma nuclear se suele atribuir a Teller
y al matemático Stanislas Ulam. Hans Bethe, el físico premio Nobel que
dirigía la división técnica del «Proyecto Manhattan» y que tuvo un papel
destacado en el desarrollo de las bombas atómica y de hidrógeno, atestigua
que la sugerencia original de Teller era errónea y que fue necesario el trabajo
de muchas personas para hacer realidad el arma termonuclear. Con las
contribuciones técnicas fundamentales de un joven físico llamado Richard
Garwin, en 1952 se hizo explotar el primer «mecanismo» estadounidense
termonuclear: como era muy poco manejable para llevarlo en un misil o
bombardero, se hizo explotar en el mismo lugar donde se había montado. La
primera bomba de hidrógeno verdadera fue una invención soviética que se
hizo explotar al año siguiente. Se ha planteado el debate de si la Unión
Soviética habría desarrollado una arma termonuclear si no lo hubiera hecho
antes los Estados Unidos, y si realmente era necesaria el arma termonuclear
estadounidense para impedir el uso soviético de la bomba de hidrógeno, dado
el sustancial arsenal de armas de fisión que ya poseía entonces Estados
Unidos. Las pruebas actuales indican que la Unión Soviética —incluso antes
de hacer explotar su primera bomba de fisión— tenía un diseño realizable de
arma termonuclear. Era «el siguiente paso lógico». Pero el conocimiento, por
espionaje, de que los americanos estaban trabajando en ella aceleró la
búsqueda soviética de armas de fusión.

Desde mi punto de vista, las consecuencias de una guerra nuclear
global se hicieron mucho más peligrosas con la invención de la bomba de
hidrógeno, porque las explosiones aéreas de las armas termonucleares son
mucho más capaces de quemar ciudades y generar grandes cantidades de
humo, enfriando y oscureciendo la Tierra, y de inducir un invierno nuclear a
escala global. Este es quizá el debate científico más controvertido en el que
me he visto envuelto (desde 1983-1990 aproximadamente). El debate tenía un
enfoque político en su mayor parte. Las implicaciones estratégicas del
invierno nuclear eran inquietantes para los que se aferraban a una política de venganza masiva para impedir un ataque nuclear, o para los que deseaban
conservar la opción de un primer ataque masivo. En ambos casos, las
consecuencias ambientales provocan la autodestrucción de cualquier nación
que lance gran número de armas termonucleares aun sin venganza del
adversario. De pronto, un segmento importante de la política estratégica
durante décadas y la razón para acumular decenas de miles de armas
nucleares se hizo mucho menos creíble.

Los descensos de la temperatura global que se predecían en el
informe científico original sobre el invierno nuclear (1983) eran de 15-20 °C;
las estimaciones actuales son de 10-15 °C. Los dos valores son correctos si se
consideran las irreducibles indeterminaciones de los cálculos. Ambos
descensos de temperatura son mucho mayores que la diferencia entre las
temperaturas globales actuales y las de la última era glacial. Un equipo
internacional de doscientos científicos ha estimado las consecuencias a largo
plazo de la guerra termonuclear global y ha llegado a la conclusión de que,
con un invierno nuclear, la civilización global y la mayor parte de la gente de
la Tierra —incluyendo los que están alejados de la zona objetivo de la latitud
media norte— correría grandes riesgos, principalmente por hambre. Si alguna
vez llegara a producirse una guerra nuclear a gran escala, con las ciudades
como objetivo, el esfuerzo de Edward Teller y sus colegas en Estados Unidos
(y el equipo ruso correspondiente dirigido por Andréi Sajárov) podría ser
responsable de que se cerrara el telón del futuro humano. La bomba de
hidrógeno es, con diferencia, el arma mas horrible inventada jamás.
Cuando se descubrió el invierno nuclear en 1983, Teller se apresuró a
argumentar: 1) que la física estaba equivocada, y 2) que el descubrimiento se
había hecho años antes bajo su tutela en el Laboratorio Nacional Lawrence
Livermore. En realidad no hay ninguna prueba de este descubrimiento previo
y hay una cantidad considerable de pruebas de que los encargados en todas
las naciones de informar a los líderes nacionales de los efectos de las armas
nucleares pasaron casi siempre por alto el invierno nuclear. Pero, si lo que
decía Teller era verdad, fue una falta de conciencia flagrante por su parte no
haber revelado el supuesto descubrimiento a las partes afectadas: los
ciudadanos y jefes de la nación y del mundo. Como en la película de Stanley
Kubrick Doctor Strangelove {¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú},
reservar la información del arma definitiva —de modo que nadie conozca su
existencia ni lo que puede hacer—es completamente absurdo.

Me parece imposible que un ser humano normal colabore sin reparos
en un invento así, aun dejando de lado el invierno nuclear. Las tensiones,
conscientes o inconscientes, entre los que sé atribuyen el mérito de la
invención deben de ser considerables. Sea cual fuere su contribución real, se
ha descrito a Edward Teller como el «padre» de la bomba de hidrógeno. La revista Life publicaba en 1954 un artículo escrito con admiración que
describía su «determinación casi fanática» de construir la bomba de
hidrógeno. Creo que gran parte de su carrera posterior puede entenderse
como un intento de justificar lo que engendró. Teller ha afirmado, y no es
inverosímil, que las bombas de hidrógeno sirven para mantener la paz, o al
menos impiden la guerra termonuclear, porque hace demasiado peligrosas las
consecuencias de la guerra entre potencias nucleares. Todavía no se ha
producido una guerra nuclear, ¿no es así? Pero en todos esos argumentos se
asume que las naciones con armas nucleares son y serán siempre, sin
excepción, actores racionales, y que sus líderes (u oficiales militares o de la
policía secreta) nunca se verán afectados por ataques de rabia, venganza y
locura. En el siglo de Hitler y Stalin, esta idea parece cuando menos ingenua.
Teller ha tenido una influencia decisiva para impedir la firma de un
tratado que prohibiera las pruebas de armas nucleares. Dificultó en gran
manera la consecución de un tratado de limitación de pruebas (en superficie).
Su argumento de que era esencial hacer pruebas en superficie para mantener
y «mejorar» los arsenales nucleares, que ratificar el tratado «acabaría con la
seguridad futura de nuestro país» ha demostrado ser engañoso. También ha
sido un defensor vigoroso de la seguridad y efectividad de coste de las
plantas de energía de fisión, y declara ser el único herido del accidente
nuclear de la Isla Three Mile en Pennsylvania en 1979: según dijo, tuvo un
infarto cuando discutía el tema.

Teller defendía la explosión de armas nucleares desde Alaska hasta
Sudáfrica, para dragar puertos y canales, para eliminar montañas molestas y
efectuar grandes traslados de tierra. Se dice que, cuando propuso un plan así a
la reina Federica de Grecia, ésta le respondió: «Gracias, doctor Teller, pero
Grecia ya tiene bastantes ruinas singulares.» ¿Queremos probar la relatividad
general de Einstein? Pues hagamos explotar una arma nuclear en la parte más
alejada del Sol, proponía Teller. ¿Queremos entender la composición química
de la Luna? Pues enviemos una bomba de hidrógeno a la Luna, hagámosla
explotar y examinemos el espectro del destello y la bola de fuego.
También en la década de los ochenta, Teller vendió al presidente
Ronald Reagan la idea de la guerra de las galaxias, llamada por ellos
«Iniciativa de Defensa Estratégica». Parece ser que Reagan se creyó la
historia francamente imaginativa que le contó Teller de que era posible
construir un láser de rayos X del tamaño de una mesa y ponerlo en órbita
alimentado por una bomba de hidrógeno que destruiría diez mil ojivas
soviéticas en vuelo y proporcionaría una protección genuina a los ciudadanos
de Estados Unidos en caso de guerra termonuclear global.
Los apologistas de la administración Reagan afirman que, a pesar de
las exageraciones sobre su capacidad, algunas intencionadas, la Iniciativa de Defensa Estratégica fue la causa del colapso de la Unión Soviética. No hay
ninguna prueba seria que fundamente esta opinión. Andréi Sajárov, Evgueni
Velijov, Roaid Sagdeev y otros científicos que asesoraban al presidente
Mijaíl Gorbachov dejaron claro que si Estados Unidos seguía adelante con un
programa de guerra de las galaxias, la respuesta más fácil y segura de la
Unión Soviética sería aumentar el arsenal existente de armas nucleares y
sistemas de lanzamiento. En consecuencia, la guerra de las galaxias habría
aumentado y no reducido el peligro de guerra termonuclear. En todo caso, los
gastos soviéticos en defensa con base en el espacio contra los misiles
nucleares norteamericanos eran relativamente insignificantes, de una
magnitud nimia para provocar el colapso de la economía soviética. La caída
de la Unión Soviética está mucho más relacionada con el fracaso de la
economía planificada, la conciencia creciente del nivel de vida de Occidente,
la extensión del desafecto por una ideología comunista moribunda y —
aunque él no pretendiera un resultado así— la promoción por parte de
Gorbachov de la glasnost o apertura.

Diez mil científicos e ingenieros norteamericanos declararon
públicamente que no trabajarían en la guerra de las galaxias ni aceptarían
dinero de la organización de la Iniciativa de Defensa Estratégica. Eso da un
ejemplo de la extensión y valentía de la negativa de cooperación de los
científicos (a un coste personal concebible) con un gobierno democrático que,
al menos temporalmente, se había desviado de su camino.
Teller también ha defendido el desarrollo de ojivas nucleares
penetrantes —para poder alcanzar y eliminar centros de comandos y refugios
bajo tierra de los líderes (y sus familias) de una nación adversaria— y de
ojivas nucleares de 0,1 kilotones que saturarían a un país enemigo y
destruirían su infraestructura «sin un solo herido»: se alertaría a los civiles
por adelantado. La guerra nuclear sería humana.
En el momento de escribir estas líneas, Edward Teller —todavía
vigoroso y con unos poderes intelectuales considerables a sus ochenta años—
ha montado una campaña, con sus contrafiguras en el establishment de armas
nucleares de la antigua Unión Soviética, para desarrollar y hacer explotar
nuevas generaciones de armas nucleares de largo alcance en el espacio a fin
de destruir o desviar asteroides que podrían encontrarse en trayectorias de
colisión con la Tierra. Me preocupa que la experimentación prematura con
las órbitas de asteroides cercanos pueda implicar peligros extremos para
nuestra especie.

El doctor Teller y yo nos hemos reunido en privado. Hemos debatido
en reuniones científicas, en los medios de comunicación nacionales y en una
sesión a puerta cerrada en el Congreso. Hemos tenido importantes
desacuerdos, especialmente en lo relativo a la guerra de las galaxias, el invierno nuclear y la defensa de los asteroides. Quizá todo ello sea la causa
irremediable de mi opinión sobre él. Aunque ha sido siempre un ferviente
anticomunista y tecnófilo, cuando repaso su vida me parece ver algo más en
su intento desesperado de justificar la bomba de hidrógeno diciendo que sus
efectos no eran tan malos como se podría pensar. Se puede usar para defender
al mundo de otras bombas de hidrógeno, para la ciencia, para la ingeniería
civil, para proteger a la población de Estados Unidos contra las armas
termonucleares de un enemigo, para librar guerras humanas, para salvar al
planeta de riesgos aleatorios del espacio. De algún modo, quiere creer que la
especie humana reconocerá las armas termonucleares, y a él, como una
salvación y no como su destrucción.

Cuando la investigación científica proporciona unos poderes
formidables, ciertamente temibles, a naciones y líderes políticos falibles,
aparecen muchos peligros: uno es que algunos científicos implicados pueden
perder la objetividad. Como siempre, el poder tiende a corromper. En estas
circunstancias, la institución del secreto es especialmente perniciosa y los
controles y equilibrios de una democracia adquieren un valor especial.
(Teller, que ha prosperado en la cultura del secreto, también la ha atacado
repetidamente.) El inspector general de la CIA comentaba en 1995 que «el
secreto absoluto corrompe absolutamente». La única protección contra un
mal uso peligroso de la tecnología suele ser el debate más abierto y vigoroso.
Puede ser que la pieza crítica de la argumentación sea obvia... y muchos
científicos o incluso profanos la podrían aportar siempre que no hubiera
represalias por ello. O podría ser algo más sutil, algo constatado por un
licenciado oscuro en algún lugar remoto de Washington, D. C. que, si las
discusiones fueran cerradas y altamente secretas, nunca habría tenido la
oportunidad de abordar el tema.

---ooo---

¿Qué reino de la conducta humana es más ambiguo moralmente?
Hasta las instituciones populares que se proponen aconsejarnos sobre
comportamiento y ética parecen plagadas de contradicciones. Consideremos
los aforismos: No por mucho madrugar amanece más temprano. Sí, pero a
quien madruga Dios le ayuda. Mejor prevenir que curar; pero quien no
arrisca, no aprisca. Donde fuego se hace, humo sale; pero el hábito no hace al
monje. Quien espera desespera; pero mientras hay vida hay esperanza. El que
duda está perdido; pero el que nada sabe, de nada duda. Dos cabezas son
mejor que una; pero demasiada gallina malogra el caldo. Hubo una época en
que la gente planificaba o justificaba sus acciones basándose en esos tópicos
contradictorios. ¿Qué responsabilidad moral tienen los autores de proverbios? ¿O el astrólogo que se basa en los signos del sol, el lector de cartas del tarot,
el profeta del periódico sensacionalista?
Consideremos si no las religiones principales. Miqueas nos exhorta a
obrar con justicia y amar la piedad; en el Éxodo se nos prohíbe cometer
homicidios; en el Levítico se nos ordena amar a nuestros vecinos como a
nosotros mismos; y en los Evangelios se nos urge a amar a nuestros
enemigos. Pensemos sin embargo en los ríos de sangre vertida por fervientes
seguidores de los libros en los que se hallan esas exhortaciones bien
intencionadas.

En Josué y en la segunda parte del libro de Números se celebra el
asesinato masivo de hombres, mujeres y niños, hasta de animales domésticos,
en una ciudad tras otra por toda la tierra de Canaán. Jericó es eliminado en
una kherem, «guerra santa». La única justificación que se ofrece para este
asesinato masivo es la declaración de los asesinos de que, a cambio de
circuncidar a sus hijos y adoptar una serie de rituales particulares, se
prometió a sus antepasados mucho tiempo atrás que aquella tierra sería suya.
No se puede encontrar ni un asomo de autorreproche ni un murmullo de
inquietud patriarcal o divina ante esas campañas de exterminio en las
Sagradas Escrituras. En cambio, Josué «consagró a todos los seres vivientes
al anatema, como Yahvé, el Dios de Israel, le había ordenado» (Josué, 10,
40). Y esos acontecimientos no son incidentales sino centrales en la narración
principal del Antiguo Testamento. Hay historias similares de asesinato
masivo (y en el caso de los amalequitas, genocidio) en los libros de Saúl,
Esther y otras partes de la Biblia, con apenas un atisbo de duda moral. Todo
ello, desde luego, era perturbador para los teólogos liberales de una época
más tardía.

Se dice con razón que el diablo puede «citar las Escrituras para su
propósito». La Biblia está tan llena de historias de propósito moral
contradictorio que cada generación puede encontrar justificación para casi
cada acción que propone: desde el incesto, la esclavitud y el asesinato masivo
hasta el amor más refinado, la valentía y el autosacrificio. Y este trastorno
moral múltiple de personalidad no está limitado al judaísmo y al cristianismo.
Se puede encontrar dentro del Islam, en la tradición hindú, ciertamente en
casi todas las religiones del mundo. Así pues, no son los científicos los que
son moralmente ambiguos sino la gente en general.
Creo que es tarea particular de los científicos alertar al público de los
peligros posibles, especialmente los que derivan de la ciencia o se pueden
prevenir mediante la aplicación de la ciencia. Podría decirse que una misión
así es profética. Desde luego, las advertencias deben ser juiciosas y no más
alarmantes de lo que exige el peligro; pero si tenemos que cometer errores,
teniendo en cuenta lo que está en juego, que sea por el lado de la seguridad.

Entre los cazadores y recolectores Kung San del desierto del
Kalahari, cuando dos hombres, quizá inflamados por la testosterona,
empiezan a discutir, las mujeres les quitan las flechas envenenadas y las
ponen fuera de su alcance. Hoy en día, nuestras flechas envenenadas pueden
destruir la civilización global y posiblemente aniquilar a nuestra especie.
Ahora, el precio de la ambigüedad moral es demasiado alto. Por esta razón —
y no por su aproximación al conocimiento— la responsabilidad ética de los
científicos también debe ser muy alta, sin precedentes. Desearía que los
programas universitarios de ciencia plantearan explícita y sistemáticamente
estas cuestiones con científicos e ingenieros experimentados. Y a veces me
pregunto si, en nuestra sociedad, también las mujeres —y los niños—
acabarán poniendo las flechas envenenadas fuera de nuestro alcance.

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