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Filosofia para bufones (imperdible) 6ta parte

Filosofia para bufones (imperdible) 6ta parte

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FILOSOFÍA MODERNA.


126. UN ESTÓMAGO LUTERANO.


Erasmo de Rotterdam, humanista y filósofo católico del siglo XVI, destacó por su espíritu tolerante. Compartió con los luteranos el interés por impulsar una profunda reforma del cristianismo.

Tanto es así que no faltaron los teólogos católicos que afirmaban que «Erasmo puso los huevos que empolló Lutero».

Pero sus divergencias con los protestantes también fueron grandes, pues Erasmo siempre repudió el fanatismo luterano, y Lutero, por su parte, llegó a decir:

«Quien aplaste a Erasmo, ahogará a una chinche que todavía apestará menos muerta que viva».

Erasmo intentó recuperar el primitivo espíritu cristiano Que había sido prácticamente sepultado en la práctica por la Iglesia oficial. Esta actitud suya distante ante muchos de los ritos y dogmas católicos queda manifiesta en ciertos episodios de su vida, como cuando, habiendo sido reprendido por alguien que lo sorprendió comiendo carne un viernes de Cuaresma, Erasmo replicó con humor:

-Es que mi alma es católica, pero mi estómago es luterano.


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127. EL ANTIMECENAS.

Erasmo recibió del obispo de Cambray una pensión para sufragar sus estudios de Teología en París. Erasmo, que por entonces ya contaba treinta años y a duras penas conseguía sobrevivir con aquella escasa asignación, tuvo que hospedarse en el Collège Montaigu, donde el exceso de disciplina y de austeridad se daban la mano con la falta de higiene y la abundancia de insectos.

Un ambiente éste que Erasmo reflejaría en sus Coloquios cuando escribió que los hombres no salían de Montaigu con la frente cubierta de laureles, como solía creerse, sino de pulgas.

Tantas penurias pasó allí Erasmo durante un tiempo que en alguna ocasión llegó a burlarse del mecenazgo del obispo diciendo de él que en realidad era su antimecenas.


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128. EL MATRIMONIO PERFECTO.

Montaigne, filósofo francés del siglo XVI que hizo gala en sus Ensayos de un escepticismo tolerante y moderado, pensaba que no había en su época mejor institución que
la del matrimonio, aunque, eso sí, matizaba que la elección del cónyuge debía hacerse siempre con criterios racionales y no dejándose llevar por las pasiones.

A pesar de que tantos se quejen de su vida marital, decía Montaigne, es imposible prescindir de esta institución. Y concluía:


«Con los matrimonios ocurre lo que con las jaulas: los pájaros que están fuera se desesperan por entrar y los que están dentro por salir».

De todas formas, Montaigne bromeaba también a costa del matrimonio haciendo suyo el dicho de que «un matrimonio perfecto sería el de una ciega con un sordo».


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129. EL APEGO AL MÉTODO EXPERIMENTAL.

A caballo entre los siglos XVI y XVII, Francis Bacon se propuso reformar el método científico y la sociedad de su época. Bacon criticó y clasificó los distintos tipos de prejuicios por los que se deja arrastrar habitualmente nuestra mente.

También propuso sustituir el método aristotélico que, según él, no hacía suficiente justicia a los datos de la experiencia, por otro método más apegado a ella, el método experimental.

Esto le llevó a polemizar con el gremio de los metafísicos, de quienes dijo que se parecían a las estrellas en que «dan poca luz por estar demasiado altos».

Pero su afición al método experimental también le llevó a la muerte, pues quiso comprobar por sí mismo la verdad de una hipótesis recién formulada por él, según la cual la nieve podía servir para conservar la carne. Bacon hizo el experimento con una gallina a la que vaciaron de sus entrañas y rellenaron de nieve. Pero cogió un fuerte resfriado mientras realizaba el experimento y murió como consecuencia de ello.

Siendo Bacon lord canciller tuvo que atender la petición de un acusado que solicitó piedad apelando a la familiaridad nominal que les unía, pues el acusado se apellidaba Hogg (en español: puerco) y el canciller Bacon (en español: tocino).

-Hogg le debe ser familiar a Bacon -reclamó el reo. Y Bacon sentenció:

-No hasta que Hogg haya sido colgado.


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130. DE LA DUDA METÓDICA AL VATICANO.

Descartes se propuso dudar de todo aquello de lo que fuera posible dudar con la intención de encontrar una verdad que fuera incuestionable. Y así, advirtió que era posible dudar de la existencia de un mundo exterior a nuestros pensamientos e incluso de las verdades matemáticas. Pero también llegó a la conclusión de que por muy exhaustiva y metódica que sea nuestra duda nunca podremos dudar de que estamos dudando.

Puestos a dudar, por tanto, podemos dudar de todo, menos de la propia duda.

Como dudar es una forma de pensar, Descartes afirmó aquello de «Pienso, luego existo». Y a partir de esta primera evidencia, creyó que podía demostrar la existencia de Dios, de donde deducía luego la existencia del mundo extramental. Con ello, Dios se convierte para Descartes en el garante de nuestro conocimiento del mundo.

No es extraño que Borges sentenciara a propósito de esto: «Yo creo que el rigor de Descartes es aparente o ficticio. Y eso se nota en el hecho de que parte de un pensamiento riguroso y al final llega a algo tan extraordinario como la fe católica.

Parte del rigor y llega… al Vaticano».


Descartes ha sido llamado «el filósofo enmascarado» porque tanto su vida como su obra estuvieron envueltas en disfraces. El mismo escribió: «De igual manera que los comediantes llamados a escena se ponen una máscara, para que nadie vea el pudor reflejado en su rostro, así yo, a punto de entrar en este teatro del mundo del que hasta ahora sólo he sido espectador, avanzo enmascarado».

Muchas de las precauciones que Descartes tomó a la hora de presentar en sociedad sus descubrimientos tenían que ver con el miedo a ser objeto de la persecución eclesiástica.

Así, en 1633, cuando supo que Galileo había sido condenado por la Inquisición, decidió paralizar la publicación de su obra. Según cuenta W. Weischedel, llegó a escribirle una carta a un amigo en la que le decía:

«El mundo no conocerá mi obra antes de que pasen cien años de mi muerte».

A lo que el amigo respondió en broma que, puesto que la humanidad no podía privarse durante tanto tiempo del acceso a los libros de semejante sabio, tal vez habría que ir pensando en matarlo cuanto antes.


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131. LOS RELOJES NO TIENEN CRÍAS.

En 1649 Descartes aceptó la invitación de la reina Cristina y se trasladó a Suecia para trabajar como tutor de la soberana. Como la reina se empeñaba en recibir sus lecciones de filosofía de madrugada (nada menos que a las cinco de la mañana), Descartes, que estaba acostumbrado a dormir hasta el mediodía, tuvo que cambiar sus hábitos de vida y en uno de esos madrugones enfermó y acabó muriendo de pulmonía a los cuatro meses de haber llegado a aquel «país de osos, rocas y hielo» (aunque, según otras fuentes, habría muerto envenenado por los luteranos, temerosos de la posible influencia de un filósofo católico sobre la soberana sueca).

Pero antes de que eso ocurriera, la reina tuvo ocasión de demostrar su ingenio ante el sabio francés.

Fue cuando Descartes le expuso su teoría mecanicista según la cual el universo es como una máquina en la que todos los cuerpos funcionan igual que relojes. Al oír esto, la reina objetó:

-Pues yo nunca he visto a un reloj dar a luz a bebés relojes.


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132. LA CENA DE LOS IDIOTAS.

Mucha gente asocia a los filósofos con gente frugal y más bien incapacitada para disfrutar de los placeres de la vida. Así debía de creerlo también el conde de Lamborn, quien se encontró en uno de los mejores mesones de París con Descartes, el más famoso de los filósofos del siglo XVII, quien, con gesto de satisfacción, estaba dando buena cuenta de un exquisito faisán. Al verlo, el conde se dirigió a Descartes con estas palabras:

-No sabía que los filósofos disfrutaran con cosas tan materiales como ésta.

Contrariado por la impertinencia y la intromisión, Descartes le replicó:

-¿Y qué pensabais, que Dios hizo estas delicias para que las comieran sólo los idiotas?


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133. MÁS VOLUMEN QUE CAPACIDAD.

Blaise Pascal fue uno de los principales científicos y filósofos del siglo XVII.

En el orden filosófico destacó por su espiritualismo y su indagación de los límites de la razón.

Suya es la idea de que «el corazón tiene razones que la razón no conoce».

En el campo científico, hizo importantes descubrimientos en matemáticas, física, hidrodinámica e hidrostática.

Esta inquietud científica aparece reflejada en clave de humor en el juicio que enunció a propósito de cierto hombre que destacaba por su tamaño y gordura tanto como por su escasez de luces:

-Eso demuestra -dijo que un cuerpo puede tener mucho más volumen que capacidad.


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134. LA APUESTA DE PASCAL.

Pascal propuso un argumento para creer en Dios que tiene forma de apuesta.

¿Qué es mejor para nuestra vida, creer en Dios o no creer?

Si uno decide creer y resulta que efectivamente Dios existe, entonces gana la salvación, la vida eterna en el cielo, mientras que si Dios no existe, no ha perdido nada creyendo en su existencia.

Ahora bien, si uno no cree en Dios y resulta que Dios no existe, entonces no pierde nada, pero si Dios existe pierde la salvación y sufre el castigo del infierno. Por lo tanto, concluía Pascal, es más útil, a todas luces, creer en Dios que no creer en él.

Pero dudo mucho de que esta fe calculada fuera recompensada por Dios.

Es más, yo apostaría a que la apuesta de Pascal no le haría a Dios ninguna gracia.


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135. EL SEXO DE LOS FANTASMAS.

En su Tratado teológico-político Spinoza llevó a cabo una crítica racionalista de la religión, depurándola de todo aquello que en ella había de superstición.

Hugo Boxel, antiguo ministro de Gorinchen, debió de leer el libro y escribió una carta a Spinoza en la que confesaba su fe en la existencia de los fantasmas y aseguraba estar convencido de que todos eran de sexo masculino.

Esto último lo deducía del hecho de que los espectros no tenían necesidad de engendrar.

En el breve intercambio epistolar entre ambos, Spinoza expuso que no había ninguna evidencia que justificase la hipótesis de la existencia de los fantasmas y que sólo podía ser fruto de la imaginación.

En cuanto a la conjetura de que todos los fantasmas eran de sexo masculino, ironizó diciendo que no hacía falta deducirlo de ninguna otra hipótesis, sino que bastaba con que aquellos que afirmaban ver espectros echaran una mirada a sus genitales por debajo de la sábana.


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136. EL TEÓLOGO OPTIMISTA.

Spinoza había sostenido que el mundo existe por necesidad.

Leibniz, sin embargo, afirmará que nuestro mundo no es necesario, sino uno de los muchos mundos posibles concebidos por Dios.

¿Pero por qué existe entonces este mundo y no otro?

Según Leibniz, en el momento de la creación Dios eligió el mejor de entre todos los mundos posibles. Por eso nuestro mundo no es perfecto, pero sí es el mejor universo posible.

Con ello, Leibniz intentaba justificar la existencia del mal en el mundo.

(este optimismo sería parodiado unos años después por Voltaire en su célebre Cándido, un relato en el que uno de los protagonistas, Pangloss, intenta explicar todos los sufrimientos que él y sus compañeros de infortunios padecen apelando a los principios filosóficos de Leibniz.

Pero, en medio de tanta desventura, la lección de Pangloss no resulta muy convincente.

Si éste es el mejor de los mundos posibles -viene a decir Voltaire.¡cómo serán los otros!).

Esta teoría de Leibniz recuerda a una leyenda popular que circula por Europa.

En ella se cuenta que un teólogo ensalzaba desde el pulpito las bondades de la obra de Dios y que, al acabar su sermón, un jorobado se acercó a él y le dijo:

-Si Dios lo hace todo tan bien como usted dice, ¿cómo se explica lo mío?

-y, al decir esto, el hombre arrimó ostensiblemente su joroba al teólogo.

El teólogo, que debía de conocer la teoría de Leibniz, respondió:

-¿De qué se queja, buen hombre? Si está usted muy bien… para ser un jorobado.


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137. UNA PATADA CONTRA EL IDEALISMO.

Descartes y Locke, tan opuestos en sus teorías, coincidían sin embargo en afirmar que todo lo que conocemos son ideas (aunque Descartes pensaba que los humanos tenemos ciertas ideas innatas y Locke decía que todas procedían de la experiencia).

Berkeley estará de acuerdo en esto con ellos, pero concluirá que, si todo lo que conocemos son ideas, no podemos demostrar que exista una realidad exterior a nuestras ideas. Nuestro conocimiento se limita, pues, a las ideas percibidas en el alma y no tenemos derecho a suponer la existencia de otras realidades fuera de ella. Sólo existen por tanto las cualidades percibidas y los sujetos que las perciben.

A este respecto, ya en el siglo XX, el filósofo británico Georges Edward Moore, defensor del realismo y del sentido común, afirmaba con algo de sarcasmo que para demostrar la existencia del mundo exterior bastaba con extender las manos hacia fuera.

Con menos miramientos anduvo, en el siglo XVIII, Samuel Johnson, quien le arreó un día una patada a una piedra mientras voceaba:

-Así demuestro yo la existencia del mundo exterior.


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138. IDEAS FECUNDAS.

Voltaire parodió el idealismo de Berkeley afirmando que de él se deducía que cuando un hombre fecunda a una mujer tan sólo se trata de una idea alojándose en el interior de otra idea, de resultas de lo cual nace una tercera idea.

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139. EL EMPIRISTA Y LAS OVEJAS.

En el siglo XVIII, David Hume defendió el empirismo radical (la doctrina que afirma que sólo es fiable la información que nos llega a través de los sentidos), pero propuso corregirlo en la vida ordinaria con una buena dosis de sentido común, lo cual, a buen seguro, le evitó hacer el ridículo en más de una ocasión, a diferencia del protagonista del siguiente chiste, ya clásico:

Un empirista visitaba una granja en compañía de unos amigos, cuando uno de ellos, al ver un rebaño de ovejas sin lana, comentó:

-Se ve que las ovejas están recién esquiladas.

Y el empirista, fiel a sus principios metodológicos, puntualizó:

-De este lado parece que sí.


Cuenta James Boswell que Samuel Johnson no tenía un buen concepto de los filósofos renovadores como Hume.

De ellos decía que eran incapaces de extraer más leche de la vaca de la verdad y que por eso habían decidido ordeñar al toro.


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140. UN DOCUMENTO INNECESARIO.

Montesquieu fue uno de los grandes filósofos de la Ilustración.

Autor de las célebres Cartas persas en las que se burlaba de la sociedad francesa de principios del siglo XVIII, que a él le tocó vivir.

Criticaba sobre todo el absolutismo estatal y la intolerancia religiosa.

De Luis XIV, el monarca francés, decía que era un mago que podía conseguir que las gentes se mataran unas a otras sin motivo alguno; y del papa Clemente XI decía que era un segundo mago, capaz de hacer «creer a la gente que tres es lo mismo que uno, y que el pan que se come no es pan».

Esto no fue obstáculo, sin embargo, para que unos años más tarde se ganara el favor del papa Benedicto XIV, quien arropaba bajo su mecenazgo a ciertos artistas y escritores.

El caso es que, tras conocer personalmente a Montesquieu, el papa decidió ofrecerle una bula por la cual tanto él como su familia quedaban dispensados de obedecer la Cuaresma durante el resto de sus vidas.

Pero para ello había que cumplir un pequeño trámite mediante el que se expedía el documento oportuno a cambio de abonar una buena suma de dinero en concepto de derechos.

Esto es algo que Montesquieu desconocía y no se percató de ello hasta que, al ir a solicitar el documento, el funcionario de turno le informó.

Montesquieu entonces dio marcha atrás haciendo gala de su ingenio:

-Pensándolo bien -le dijo al funcionario no necesito el documento. Seguro que la palabra del papa es suficiente para dispensarme ante Dios.


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141. ROUSSEAU A CUATRO PATAS.

Rousseau imaginó al hombre natural con los rasgos del buen salvaje, del hombre primitivo que había sido ya idealizado por algunos viajeros y ensayistas a partir del siglo XVI.

Basándose en ese modelo, el hombre natural que imagina Rousseau es un ser libre y sin deseos de perjudicar al prójimo; un ser que busca satisfacer sus necesidades naturales, pero no esas falsas necesidades creadas por la sociedad; un ser que todavía no tiene egoísmo ni afán de lucro.

Además, en ese estado natural no habría existido propiedad privada y, por tanto, no habría ricos ni pobres.

Rousseau pensaba que la historia humana no es un proceso progresivo sino degenerativo («Todo sale bien de las manos del creador, todo degenera en las de los hombres», escribió en su libro Emilio).

Ésta era una de las muchas cosas que separaban a Rousseau de los otros filósofos de la Ilustración (quienes asumían una visión progresista de la historia) y que provocó las burlas de Voltaire cuando, tras leer uno de los libros de Rousseau,

escribió: «Le entran a uno ganas de andar a cuatro patas».


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142. UN SUICIDA ESCRUPULOSO.

Rousseau tenía un temperamento delicado.

Neurótico, narcisista, hipocondríaco, masoquista, padecía además intensos ataques de manía persecutoria.

Autor de una de las obras más ambiciosas sobre la educación de los niños (su ya citado Emilio), se sintió sin embargo incapaz de ocuparse de la educación de sus propios hijos, entregando los cinco que nacieron de su relación con Thérèse Lavasseur a los orfanatos públicos.

Por si fuera poco, sufría depresiones que lo llevaban a pensar a menudo en el suicidio.

A este respecto, cuenta Diderot que un día fue a visitarlo a su casa de Montmorency y Rousseau le confesó, frente al estanque, que había estado tentado de arrojarse a él para acabar con su vida.

-¿Y por qué no lo hiciste? -le preguntó Diderot a bocajarro.

Rousseau, sorprendido por la falta de tacto de su amigo, le respondió:

-Porque metí la mano en el agua y me pareció demasiado fría.


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143. UNA ENCUADERNACIÓN EN PIEL.

La obra de Rousseau ejerció una decisiva influencia en algunos de los protagonistas de la Revolución francesa. Tanto es así, que, según Alasdair Maclntyre, «circula el relato -posiblemente apócrifo de que Thomas Carlyle cenaba en una ocasión con un hombre de negocios, que se cansó de la locuacidad de Carlyle y se dirigió a él para reprocharle:

"¡Ideas, señor Carlyle, nada más que ideas!".

A lo que Carlyle replicó:

"Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera"».


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144. ALOJADO EN LA BASTILLA.

El más famoso de los filósofos de la Ilustración se llamaba François-Marie Arouet y publicó su obra con el seudónimo de Voltaire.

Autor de lúcidos ensayos y sátiras incisivas contra la tiranía, su sarcasmo se convirtió en el arma más decisiva contra sus enemigos.

Cuando murió Luis XIV, y el Regente de Francia, el Duque de Orleans, vendió la mitad de los caballos de las cuadras reales para sanear la economía de la corte, Voltaire escribió un panfleto (o, al menos, a él se le atribuyó el escrito) diciendo que más le hubiera valido expulsar a la mitad de los asnos que pacían en la corte real.

Como consecuencia de uno de estos panfletos, Voltaire fue encerrado en la Bastilla.

Después de un tiempo, el Regente le perdonó e incluso le dio un dinero. Voltaire lo aceptó con una condición:

-Majestad -dijo-, os agradezco que os ocupéis de mi manutención, pero os suplico que de ahora en adelante no os ocupéis más de mi alojamiento.


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145. UNA ADMIRACIÓN NO CORRESPONDIDA.

Voltaire tenía en gran estima la obra del médico, fisiólogo y poeta suizo Albrecht von Haller, y no se cansaba de elogiar públicamente sus libros hasta que, en una ocasión, alguien le dijo:

-Pues creo que el tal Haller echa pestes de vos.

Voltaire no se arredró y, con su fino ingenio de costumbre, apostilló:

-Bueno, no hay que ser dogmáticos: es posible que tanto el señor Haller como yo estemos equivocados.


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146. EL INGLÉS Y LOS DIENTES.

Cuando James Boswell, que era escocés, se entrevistó con Voltaire, que era francés pero conocía bien el idioma inglés, la conversación empezó discurriendo en francés.

Como Boswell le preguntara si había dejado de hablar inglés, Voltaire le respondió:

-Para hablar inglés hay que poner la lengua entre los dientes, y yo ya he perdido los dientes.


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147. ¡GOBIERNO AL AGUA!

En la misma entrevista, Voltaire, quien nunca ocultó sus simpatías por el régimen político inglés, aderezaba su anglofilia con su habitual dosis de humor:

«Tienen ustedes -le dijo a Boswellel mejor gobierno. Si se vuelve malo lo arrojan al océano; por eso el océano les rodea por todas partes».


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148. EL GOBIERNO CONTRA LA RAZÓN.

Otro de los enciclopedistas, Claude Helvétius, escribió un tratado filosófico titulado Sobre el espíritu donde asumía los presupuestos sensualistas y materialistas de Condillac.

En virtud de ellos, Helvétius abogaba por la instauración de una sociedad libre de supersticiones y respetuosa con los derechos humanos, lo que según él conduciría a la felicidad del género humano.

Cuando Voltaire, que tuvo que pasar muchos años exiliado de su patria francesa (porque, como él mismo había escrito, «es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado»), leyó el libro de Helvétius, le dijo:

-Su libro está inspirado por la razón más profunda. Por eso, debería usted huir de Francia tan pronto como sea posible.


Voltaire, que no sentía especial simpatía por la democracia, pues consideraba que las masas eran ante todo crueles y estúpidas, tampoco ahorró venablos contra la monarquía, a la que satirizó en esta versión abreviada de la fábula de Jotám:

«En cierta ocasión, hubo que escoger rey entre los árboles.

El olivo no quiso abandonar el cuidado de su aceite, ni la higuera el de sus higos, ni la viña el de sus uvas, ni los otros árboles el de sus respectivos frutos; el cardo, que no servía para nada, se convirtió en rey, porque tenía espinas y podía hacer daño».


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149. LOS BANQUEROS SUIZOS.

Los banqueros suizos ya eran famosos en el siglo XVIII. A propósito de ellos, se le atribuye a Voltaire haber hecho la siguiente recomendación:

«Si alguna vez ve usted saltar a un banquero suizo por la ventana, salte detrás. Seguro que hay dinero que ganar».


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150. LA LENGUA DE LA SERPIENTE.

Voltaire y Federico II de Prusia intercambiaron a lo largo de su vida muchas ideas y también alguna que otra pulla.

Cuando Voltaire dijo que el alemán era un idioma útil para la guerra, pero carente de la hermosura que tenía el francés, Federico II le replicó que el francés era un idioma tan propicio para las mentiras que él estaba convencido de que debió de ser el idioma que hablaba la serpiente cuando engañó a Eva.

Nicholas de Chamfort, moralista francés del siglo XVIII y autor de penetrantes aforismos, coleccionaba anécdotas chispeantes que luego nos ha transmitido, como aquella en la que alguien elogiaba mucho cierta edición de la Biblia ante el abate Terrasson.

Y éste comentó:

-Sí, el escándalo del texto se conserva en toda su pureza.


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Fuente: Filosofía para Bufones. Pedro González Calero.


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